IGNACIO FERNÁNDEZ DE MATA
Mucho se ha dicho estos días sobre el resultado de
las elecciones andaluzas con la irrupción parlamentaria de la extrema derecha. Y
las reacciones de la izquierda han sido, cuando menos, desconcertantes. Mientras
Susana Díaz, con aspecto de púgil sonado, miraba sin ver, sin creerse su
pírrica ventaja, Pablo Iglesias jaleaba a sus huestes para que tomaran las calles
ante la llegada de Vox… ¿Qué ha sucedido en torno al 2 de diciembre?
El primer eslabón del relato interpretativo
postelectoral arranca de las declaraciones hechas por los principales líderes
políticos la propia noche de marras. Las apariciones exultantes de los líderes
de las derechas aclaraban los ejes de su victoria: había ganado el voto anti-Puigdemont,
por España y, por último,
anti-Susana.
Desde luego, el éxito de Vox se puede considerar
cualquier cosa menos una sorpresa. Hacía meses que Casado y Rivera competían en
la fagocitación del discurso ultra. Las tendencias y resultados electorales
europeos y mundiales no dejaban mucho espacio a la duda. Al final, la máxima de
que es mejor el original que la copia, volvió a cumplirse.
Vox ha culminado la clarificación de los espacios
electorales. Ya no hay criptovotantes del PP —aquellos que votaron por lo
bajini a Rajoy en 2011, sin demasiado afán— ahora topamos con la identificación
orgullosa y pública de quienes se reconocen en cada una de las siglas. Esto es,
que votan con el corazón. Adviértase que
las derechas, particularmente C’s y Vox, aún no han asentado sus suelos
electorales.
Quien mejor lo ha entendido es San Josemaría
Aznar, reclamando la paternidad de los tres bloques conservadores —no en vano construyó
su ascenso al gobierno con un PP que incluía a todo el espectro de la derecha—.
Ahora, el expresidente pretende aupar FAES a un Olimpo convergente: la
pretendida casa común de la derecha. Este hombre siempre ha tenido alma de
gurú.
¿Cómo será la evolución del voto conservador a
nivel nacional? Plausiblemente, el PP se mantendrá como una opción en
desmantelamiento —como la CDU/CSU alemana—, apoyado en una sociología
envejecida y leal, con mentalidad cetácea —se ven mayores de lo que en realidad
son—, sin asumir por completo su ralentización. Sus intentos de ampliar el voto
seguirán yendo en dirección al caladero de Vox. Y se equivocarán.
Ciudadanos seguirá creciendo, en parte sobre el
votante urbano y más tecnológico que en otro tiempo oscilaba entre el PP y
UPYD, y que ahora también bebe del desengaño de la socialdemocracia. Se ve a sí
mismo como una derecha moderna, liberal, cosmopolita, que mantiene en alto las
expectativas aspiracionales de la clase media. Su discurso nacionalista es
compartido con las otras formaciones conservadoras, si bien la parte de
electorado más exaltada y combativa que había arrancado al PP, la ha perdido en
favor de Vox, con lo que la posibilidad del sorpasso
se diluye.
Vox, como sabemos, crece sobre un sector
masculinizado, de mediana edad, vapuleado emocionalmente por una modernidad
frustrante en las referencias y el sostén de sus principios identitarios. Es el
auge del hartazgo y la más evidente crítica a las amenazas de la diversidad. Uno
de los principales impulsores de Vox está en la Iglesia católica, tanto desde
sus sectores semiindependientes más rancios —Opus, Kikos, Hazte oír, etc.—,
como desde las máximas estructuras institucionales con sus proclamas contra el
matrimonio homosexual, la ideología de género, el aborto y el feminismo. Este
refrendo religioso facilita desprenderse de las constricciones de lo
políticamente correcto y mostrarse públicamente orgullosos de su militancia.
Y luego está Cataluña. ¡Los españoles estamos
hartos de la deriva independentista de una parte de Cataluña y su matraca
permanente de irredentismo! La
posibilidad de expresar esto en las urnas ha condicionado enormemente la
dirección del voto. Que no se haya previsto el peso de este hartazgo en el
mundo de la izquierda es de una ceguera preocupante en lo que supone de
desconexión emocional con las bases.
A pesar de los intentos de Marx, Engels y Lenin de
definir a los obreros como apátridas ajenos al discurso nacionalista de la
burguesía —la principal herramienta emocional para acabar con la lucha de
clases—, la realidad social humana se basa en la pertenencia y el
reconocimiento. A la propia internacional socialista no le quedó otra que
organizarse sobre la base de las nacionalidades... No se puede pretender que
los votantes de izquierda no reaccionen al impulso nacionalista. Esta es una
idea absurda en el marco de los estados-nacionales, con un permanente traslado
a la población de la simbología nacional y sometidos a los potentes refuerzos
emocionales del deporte de masas. Pretender, como hace Pablo Iglesias, que el
pensamiento de la clase trabajadora es, simplemente, primario, es todo un
error. Y un insulto. Llegar a fin de mes es una prioridad, evidentemente. Que
sea la única preocupación, y no les
afecten cuestiones sublimes o
elevadas, caso de la identidad nacional, ¡por favor!
Las elecciones andaluzas eran el espacio perfecto
para visibilizar este hartazgo con Cataluña. Y sus frutos más evidentes los han
recogido las derechas, particularmente Vox y C’s. El PP se ve lastrado por su
acendrada irresponsabilidad —primero, como agitador contra el Estatut,
provocando el despertar del monstruo; posteriormente por la inoperancia
política de los gobiernos de Mariano Rajoy—. Las campañas de las banderas han
dado cierto consuelo a los suyos, pero no han afianzado el voto más visceral
que le ha abandonado en pos de mayor visibilidad de la defensa activa de la
idea de España —C’s—, o de mayor combatividad —Vox—. La participación de los
líderes nacionales ha reforzado esto, particularmente para C’s con la presencia
luciferina de Rivera y, sobre todo, de la gran figura del españolismo en
Cataluña: Inés Arrimadas, —lo que de paso resolvía para el electorado el
problema de la anodina personalidad de Juan Marín—.
Para el PSOE esta cuestión ha sido la puntilla rematadora
del cansancio general sobre su permanencia en el poder. El mayor problema del
PSOE andaluz es el propio PSOE andaluz. Las muchas razones históricas que
ayudan a entender la permanencia del partido socialista en las instituciones
andaluzas se ven lastrada por el inevitable clientelismo que ha generado
décadas de gobierno, el desgaste de la corrupción y la patrimonialización del
partido y de la autonomía que ha hecho Susana Díaz, particularmente acentuado
tras ser derrotada en las primarias del PSOE nacional.
La alta abstención — superior al 41%— también
tiene algo que ver con Cataluña, mezclada con los problemas del propio PSOE
andaluz.
La distancia entre Susana Díaz y Pedro Sánchez ha
afectado a la traslación al gobierno de Andalucía de los efectos euforizantes
de la moción de censura de junio. El impulso del gobierno bonito de Pedro Sánchez parece no haber cruzado Despeñaperros.
Pareciera que entre los desencantados votantes socialistas andaluces han calado
las críticas de la oposición a Sánchez sobre los auténticos motivos de su
acercamiento al independentismo catalán —que no sería para resolver el problema
de Cataluña sino por puro afán de
sostenerse en el poder a toda costa—. Para el cansancio de tanto PSOE en el sur,
tales ataques tienen una lectura local particular que ha reforzado la tendencia
a la abstención inesperada de
votantes socialistas. (La insistencia de las encuestas en el triunfo de Susana también
ha facilitado que los menos entusiastas con este continuismo y con una
candidata que ha encarnado lo peor del pragmatismo y la desideologización
—defenestración de Pedro Sánchez facilitando el gobierno de Rajoy—, se quedaran
en casa).
De lo que no cabe duda es de que la importantísima
abstención —¡2,6 millones de posibles votantes!— representa el gran fracaso de
la izquierda. Ella —tanto el PSOE, como Ahora Andalucía— es la destinataria de
este no-voto de protesta que rechaza el continuismo, pero que tampoco se ven
reconocidos en ninguna otra opción. Notables son los casos de Cádiz y Huelva,
las provincias con mayor abstención de la región y en ambos casos con tasas de
paro que superan el 25% de la población activa.
No se debe olvidar sumar el voto de indignación
absoluta —el nulo—, que se ha duplicado con respecto a las anteriores elecciones
—de 41.000 a 81.000; en el caso de Granada triplicado: de 4.500 a 13.700—. Y el
particular fenómeno fuera de órbita de PACMA, rayando ya los 70.000 votos.
El caso de Podemos/IU —Adelante Andalucía— muestra
el desnortamiento en el que anda su dirección, tanto la andaluza como la
nacional. Podemos ha entrado en una deriva de enroques en torno al intento de
fidelización de electorados diversos que no conforman una identidad común, lo
que deviene en asunto imposible. No se trata ya de las familias internas —pablistas, errejonistas y anticapitalistas, que,
evidentemente, cada una tiene sus percepciones y lealtades— sino de la
fragmentación de los interlocutores. El discurso de Pablo Iglesias durante la
noche electoral era la evidencia más penosa de esto. Decididos a presentarse
como superadores de la identidad nacional —a pesar de sus contradictorias
reivindicaciones de patriotismo privándolas de las necesarias gotas de
simbolismo—, Iglesias se dirige a una suma de colectivos que en un número
importante se configuran bajo el formato posmoderno de la hiperidentidad basada
en un fragmento de su realidad personal y social. Sería el caso de la
exaltación de las identidades sexuales por encima de las personales, de la
causa del feminismo como identidad particularizada, así como otros movimientos —el
de los jubilados, el memorialismo, afectados por la hipoteca, etc.—. Con ello,
Iglesias define una simplificación de la realidad por la vía de parcelarla. El
ciudadano-votante ya no se percibe como ser complejo en su personalidad y
compromisos. Esto es, se aboca a quien se siente de izquierdas —concernido por los derechos colectivos, la justicia
social y la solidaridad— a la orfandad si no puede autoaplicarse una etiqueta posmo. Tanto debate sobre los
significantes ha privado de significado.
El cálculo electoral de Podemos se topa con la
distancia creciente experimentada por quienes demandan izquierda frente al
pragmatismo descafeinado del PSOE —a pesar de la refundación de Sánchez—. Y ahí se evidencia por qué decrece Podemos
y por qué Izquierda Unida suma siglas pero no votos al proyecto de Unidos
Podemos. El discurso de compromiso abierto y general que sostenía
históricamente Izquierda Unida ha perdido a sus bases, que no se ven
reconocidas en el discurso podemita. La descomposición permanente de la
realidad que hace Iglesias adquiere el valor de un lenguaje entre huero y
sectario para el olvidado votante de izquierdas clásico.
También a Podemos le ha pasado factura el tema
catalán. Las maniobras hipercalculadas en torno a la insoportable ambigüedad de
Ada Colau, van alejando a los votantes españoles que no comparten ni el
análisis ni las formas de los independentistas catalanes. La ingeniería
electoral que hace de las circunscripciones catalanas el granero más ansiado de
votos ha llevado a Podemos a esta anfibología permanente. Y hubiera hecho mejor
Iglesias en escuchar las advertencias de Carolina Bescansa que en perseverar
con su aproximación al independentismo. ¿De qué sirve recoger pequeñas miserias
de un campo tan definido y estanco como es el catalán, si eso implica la
desafección en el resto de España? El conjunto de la izquierda ha perdido en
estas elecciones andaluzas 684.445 votantes, mientras las derechas han ganado
350.883.
No deja de sorprenderme la irresponsable declaración de “alerta antifascista” lanzada por Pablo Iglesias durante la noche electoral, en lo que resulta un acto de desesperación y de no asunción de sus responsabilidades —las suyas y las de Teresa Rodríguez— por su fracaso con la pérdida de 282.519 votos directos. Pedir a los jóvenes que se manifiesten permanentemente contra Vox es un acto de irrespeto democrático, de exaltación del radicalismo y depreciación de las instituciones. De hecho, Vox habría obtenido menos escaños si la izquierda hubiera hecho sus deberes alcanzando un mayor número de votos y dejando a la Ley d’Hondt hacer el resto. A la ultraderecha no se la vence con manifestaciones que acaban en quemas de contenedores, radicalizando posturas y alejando al elector que rechaza la violencia de los extremismos. Si la parte de indignación y hartazgo que se esconde tras una parte de los votantes de formaciones antisistema no recibe contraofertas sensatas, comprometidas y convincentes, de nada sirve salir a la calle. Por otro lado, que el radicalismo entre en las instituciones suele conllevar su atemperación, evidencia sus incongruencias y se ve obligado a abandonar las gratuitas soflamas de los mítines para encarar la realidad y la crudeza gris de manejar presupuestos con los que responder a las necesidades de la población. Sacar las huestes a las calles refuerza la percepción de lucha, de enfrentamiento y solo sirve para robustecer el discurso victimista de la ultraderecha.
No deja de sorprenderme la irresponsable declaración de “alerta antifascista” lanzada por Pablo Iglesias durante la noche electoral, en lo que resulta un acto de desesperación y de no asunción de sus responsabilidades —las suyas y las de Teresa Rodríguez— por su fracaso con la pérdida de 282.519 votos directos. Pedir a los jóvenes que se manifiesten permanentemente contra Vox es un acto de irrespeto democrático, de exaltación del radicalismo y depreciación de las instituciones. De hecho, Vox habría obtenido menos escaños si la izquierda hubiera hecho sus deberes alcanzando un mayor número de votos y dejando a la Ley d’Hondt hacer el resto. A la ultraderecha no se la vence con manifestaciones que acaban en quemas de contenedores, radicalizando posturas y alejando al elector que rechaza la violencia de los extremismos. Si la parte de indignación y hartazgo que se esconde tras una parte de los votantes de formaciones antisistema no recibe contraofertas sensatas, comprometidas y convincentes, de nada sirve salir a la calle. Por otro lado, que el radicalismo entre en las instituciones suele conllevar su atemperación, evidencia sus incongruencias y se ve obligado a abandonar las gratuitas soflamas de los mítines para encarar la realidad y la crudeza gris de manejar presupuestos con los que responder a las necesidades de la población. Sacar las huestes a las calles refuerza la percepción de lucha, de enfrentamiento y solo sirve para robustecer el discurso victimista de la ultraderecha.
Por último, las autonómicas andaluzas han
coincidido, lamentablemente, con la irrupción de protestas sociales y
profesionales en Cataluña fruto del desastre político en que está la región por
los recortes impuestos por Artur Mas y sus continuadores. Esta bofetada de
realidad a la ficción independentista ha pasado un tanto inadvertida por los resultados
de las elecciones andaluzas —y así lo han hecho notar tanto Puigdemont como
Torra interesadamente—. Así que, vuelta burra al trigo.
No hay elección pequeña ni asunto ajeno. En unas
municipales llegó la II República, pero en aquel entonces pilló a todo el mundo
con los deberes hechos…