14/12/18

LA RESPONSABILIDAD DE LA IZQUIERDA ANTE LOS RESULTADOS DEL 2 DE DICIEMBRE

IGNACIO FERNÁNDEZ DE MATA

Mucho se ha dicho estos días sobre el resultado de las elecciones andaluzas con la irrupción parlamentaria de la extrema derecha. Y las reacciones de la izquierda han sido, cuando menos, desconcertantes. Mientras Susana Díaz, con aspecto de púgil sonado, miraba sin ver, sin creerse su pírrica ventaja, Pablo Iglesias jaleaba a sus huestes para que tomaran las calles ante la llegada de Vox… ¿Qué ha sucedido en torno al 2 de diciembre?
El primer eslabón del relato interpretativo postelectoral arranca de las declaraciones hechas por los principales líderes políticos la propia noche de marras. Las apariciones exultantes de los líderes de las derechas aclaraban los ejes de su victoria: había ganado el voto anti-Puigdemont, por España y, por último, anti-Susana.
Desde luego, el éxito de Vox se puede considerar cualquier cosa menos una sorpresa. Hacía meses que Casado y Rivera competían en la fagocitación del discurso ultra. Las tendencias y resultados electorales europeos y mundiales no dejaban mucho espacio a la duda. Al final, la máxima de que es mejor el original que la copia, volvió a cumplirse.


En general, la derecha ha construido sus cifras sobre la emoción y la visceralidad. Los tres partidos esgrimen hoy votantes satisfechos, con un apreciable reconocimiento en lo que representa cada sigla. Es una ideologización de mínimos operando sobre convenciones y tradicionalismos que, en última instancia, apela a lo inflamable y las grandes palabras. No nos engañemos mucho con esto, en este país la lectura de programas electorales jamás ha sido deporte de masas.
Vox ha culminado la clarificación de los espacios electorales. Ya no hay criptovotantes del PP —aquellos que votaron por lo bajini a Rajoy en 2011, sin demasiado afán— ahora topamos con la identificación orgullosa y pública de quienes se reconocen en cada una de las siglas. Esto es, que votan con el corazón. Adviértase que las derechas, particularmente C’s y Vox, aún no han asentado sus suelos electorales.
Quien mejor lo ha entendido es San Josemaría Aznar, reclamando la paternidad de los tres bloques conservadores —no en vano construyó su ascenso al gobierno con un PP que incluía a todo el espectro de la derecha—. Ahora, el expresidente pretende aupar FAES a un Olimpo convergente: la pretendida casa común de la derecha. Este hombre siempre ha tenido alma de gurú.
¿Cómo será la evolución del voto conservador a nivel nacional? Plausiblemente, el PP se mantendrá como una opción en desmantelamiento —como la CDU/CSU alemana—, apoyado en una sociología envejecida y leal, con mentalidad cetácea —se ven mayores de lo que en realidad son—, sin asumir por completo su ralentización. Sus intentos de ampliar el voto seguirán yendo en dirección al caladero de Vox. Y se equivocarán.
Ciudadanos seguirá creciendo, en parte sobre el votante urbano y más tecnológico que en otro tiempo oscilaba entre el PP y UPYD, y que ahora también bebe del desengaño de la socialdemocracia. Se ve a sí mismo como una derecha moderna, liberal, cosmopolita, que mantiene en alto las expectativas aspiracionales de la clase media. Su discurso nacionalista es compartido con las otras formaciones conservadoras, si bien la parte de electorado más exaltada y combativa que había arrancado al PP, la ha perdido en favor de Vox, con lo que la posibilidad del sorpasso se diluye.
Vox, como sabemos, crece sobre un sector masculinizado, de mediana edad, vapuleado emocionalmente por una modernidad frustrante en las referencias y el sostén de sus principios identitarios. Es el auge del hartazgo y la más evidente crítica a las amenazas de la diversidad. Uno de los principales impulsores de Vox está en la Iglesia católica, tanto desde sus sectores semiindependientes más rancios —Opus, Kikos, Hazte oír, etc.—, como desde las máximas estructuras institucionales con sus proclamas contra el matrimonio homosexual, la ideología de género, el aborto y el feminismo. Este refrendo religioso facilita desprenderse de las constricciones de lo políticamente correcto y mostrarse públicamente orgullosos de su militancia.



Y luego está Cataluña. ¡Los españoles estamos hartos de la deriva independentista de una parte de Cataluña y su matraca permanente de irredentismo!  La posibilidad de expresar esto en las urnas ha condicionado enormemente la dirección del voto. Que no se haya previsto el peso de este hartazgo en el mundo de la izquierda es de una ceguera preocupante en lo que supone de desconexión emocional con las bases.
A pesar de los intentos de Marx, Engels y Lenin de definir a los obreros como apátridas ajenos al discurso nacionalista de la burguesía —la principal herramienta emocional para acabar con la lucha de clases—, la realidad social humana se basa en la pertenencia y el reconocimiento. A la propia internacional socialista no le quedó otra que organizarse sobre la base de las nacionalidades... No se puede pretender que los votantes de izquierda no reaccionen al impulso nacionalista. Esta es una idea absurda en el marco de los estados-nacionales, con un permanente traslado a la población de la simbología nacional y sometidos a los potentes refuerzos emocionales del deporte de masas. Pretender, como hace Pablo Iglesias, que el pensamiento de la clase trabajadora es, simplemente, primario, es todo un error. Y un insulto. Llegar a fin de mes es una prioridad, evidentemente. Que sea la única preocupación, y no les afecten cuestiones sublimes o elevadas, caso de la identidad nacional, ¡por favor!
Las elecciones andaluzas eran el espacio perfecto para visibilizar este hartazgo con Cataluña. Y sus frutos más evidentes los han recogido las derechas, particularmente Vox y C’s. El PP se ve lastrado por su acendrada irresponsabilidad —primero, como agitador contra el Estatut, provocando el despertar del monstruo; posteriormente por la inoperancia política de los gobiernos de Mariano Rajoy—. Las campañas de las banderas han dado cierto consuelo a los suyos, pero no han afianzado el voto más visceral que le ha abandonado en pos de mayor visibilidad de la defensa activa de la idea de España —C’s—, o de mayor combatividad —Vox—. La participación de los líderes nacionales ha reforzado esto, particularmente para C’s con la presencia luciferina de Rivera y, sobre todo, de la gran figura del españolismo en Cataluña: Inés Arrimadas, —lo que de paso resolvía para el electorado el problema de la anodina personalidad de Juan Marín—.
Para el PSOE esta cuestión ha sido la puntilla rematadora del cansancio general sobre su permanencia en el poder. El mayor problema del PSOE andaluz es el propio PSOE andaluz. Las muchas razones históricas que ayudan a entender la permanencia del partido socialista en las instituciones andaluzas se ven lastrada por el inevitable clientelismo que ha generado décadas de gobierno, el desgaste de la corrupción y la patrimonialización del partido y de la autonomía que ha hecho Susana Díaz, particularmente acentuado tras ser derrotada en las primarias del PSOE nacional.
La alta abstención — superior al 41%— también tiene algo que ver con Cataluña, mezclada con los problemas del propio PSOE andaluz.
La distancia entre Susana Díaz y Pedro Sánchez ha afectado a la traslación al gobierno de Andalucía de los efectos euforizantes de la moción de censura de junio. El impulso del gobierno bonito de Pedro Sánchez parece no haber cruzado Despeñaperros. Pareciera que entre los desencantados votantes socialistas andaluces han calado las críticas de la oposición a Sánchez sobre los auténticos motivos de su acercamiento al independentismo catalán —que no sería para resolver el problema de Cataluña sino por puro afán de sostenerse en el poder a toda costa—.  Para el cansancio de tanto PSOE en el sur, tales ataques tienen una lectura local particular que ha reforzado la tendencia a la abstención inesperada de votantes socialistas. (La insistencia de las encuestas en el triunfo de Susana también ha facilitado que los menos entusiastas con este continuismo y con una candidata que ha encarnado lo peor del pragmatismo y la desideologización —defenestración de Pedro Sánchez facilitando el gobierno de Rajoy—, se quedaran en casa).



De lo que no cabe duda es de que la importantísima abstención —¡2,6 millones de posibles votantes!— representa el gran fracaso de la izquierda. Ella —tanto el PSOE, como Ahora Andalucía— es la destinataria de este no-voto de protesta que rechaza el continuismo, pero que tampoco se ven reconocidos en ninguna otra opción. Notables son los casos de Cádiz y Huelva, las provincias con mayor abstención de la región y en ambos casos con tasas de paro que superan el 25% de la población activa.
No se debe olvidar sumar el voto de indignación absoluta —el nulo—, que se ha duplicado con respecto a las anteriores elecciones —de 41.000 a 81.000; en el caso de Granada triplicado: de 4.500 a 13.700—. Y el particular fenómeno fuera de órbita de PACMA, rayando ya los 70.000 votos.
El caso de Podemos/IU —Adelante Andalucía— muestra el desnortamiento en el que anda su dirección, tanto la andaluza como la nacional. Podemos ha entrado en una deriva de enroques en torno al intento de fidelización de electorados diversos que no conforman una identidad común, lo que deviene en asunto imposible. No se trata ya de las familias internas —pablistas, errejonistas y anticapitalistas, que, evidentemente, cada una tiene sus percepciones y lealtades— sino de la fragmentación de los interlocutores. El discurso de Pablo Iglesias durante la noche electoral era la evidencia más penosa de esto. Decididos a presentarse como superadores de la identidad nacional —a pesar de sus contradictorias reivindicaciones de patriotismo privándolas de las necesarias gotas de simbolismo—, Iglesias se dirige a una suma de colectivos que en un número importante se configuran bajo el formato posmoderno de la hiperidentidad basada en un fragmento de su realidad personal y social. Sería el caso de la exaltación de las identidades sexuales por encima de las personales, de la causa del feminismo como identidad particularizada, así como otros movimientos —el de los jubilados, el memorialismo, afectados por la hipoteca, etc.—. Con ello, Iglesias define una simplificación de la realidad por la vía de parcelarla. El ciudadano-votante ya no se percibe como ser complejo en su personalidad y compromisos. Esto es, se aboca a quien se siente de izquierdas —concernido por los derechos colectivos, la justicia social y la solidaridad— a la orfandad si no puede autoaplicarse una etiqueta posmo. Tanto debate sobre los significantes ha privado de significado.
El cálculo electoral de Podemos se topa con la distancia creciente experimentada por quienes demandan izquierda frente al pragmatismo descafeinado del PSOE —a pesar de la refundación de Sánchez—. Y ahí se evidencia por qué decrece Podemos y por qué Izquierda Unida suma siglas pero no votos al proyecto de Unidos Podemos. El discurso de compromiso abierto y general que sostenía históricamente Izquierda Unida ha perdido a sus bases, que no se ven reconocidas en el discurso podemita. La descomposición permanente de la realidad que hace Iglesias adquiere el valor de un lenguaje entre huero y sectario para el olvidado votante de izquierdas clásico.
También a Podemos le ha pasado factura el tema catalán. Las maniobras hipercalculadas en torno a la insoportable ambigüedad de Ada Colau, van alejando a los votantes españoles que no comparten ni el análisis ni las formas de los independentistas catalanes. La ingeniería electoral que hace de las circunscripciones catalanas el granero más ansiado de votos ha llevado a Podemos a esta anfibología permanente. Y hubiera hecho mejor Iglesias en escuchar las advertencias de Carolina Bescansa que en perseverar con su aproximación al independentismo. ¿De qué sirve recoger pequeñas miserias de un campo tan definido y estanco como es el catalán, si eso implica la desafección en el resto de España? El conjunto de la izquierda ha perdido en estas elecciones andaluzas 684.445 votantes, mientras las derechas han ganado 350.883.


No deja de sorprenderme la irresponsable declaración de “alerta antifascista” lanzada por Pablo Iglesias durante la noche electoral, en lo que resulta un acto de desesperación y de no asunción de sus responsabilidades —las suyas y las de Teresa Rodríguez— por su fracaso con la pérdida de 282.519 votos directos. Pedir a los jóvenes que se manifiesten permanentemente contra Vox es un acto de irrespeto democrático, de exaltación del radicalismo y depreciación de las instituciones. De hecho, Vox habría obtenido menos escaños si la izquierda hubiera hecho sus deberes alcanzando un mayor número de votos y dejando a la Ley d’Hondt hacer el resto. A la ultraderecha no se la vence con manifestaciones que acaban en quemas de contenedores, radicalizando posturas y alejando al elector que rechaza la violencia de los extremismos. Si la parte de indignación y hartazgo que se esconde tras una parte de los votantes de formaciones antisistema no recibe contraofertas sensatas, comprometidas y convincentes, de nada sirve salir a la calle. Por otro lado, que el radicalismo entre en las instituciones suele conllevar su atemperación, evidencia sus incongruencias y se ve obligado a abandonar las gratuitas soflamas de los mítines para encarar la realidad y la crudeza gris de manejar presupuestos con los que responder a las necesidades de la población. Sacar las huestes a las calles refuerza la percepción de lucha, de enfrentamiento y solo sirve para robustecer el discurso victimista de la ultraderecha.
Por último, las autonómicas andaluzas han coincidido, lamentablemente, con la irrupción de protestas sociales y profesionales en Cataluña fruto del desastre político en que está la región por los recortes impuestos por Artur Mas y sus continuadores. Esta bofetada de realidad a la ficción independentista ha pasado un tanto inadvertida por los resultados de las elecciones andaluzas —y así lo han hecho notar tanto Puigdemont como Torra interesadamente—. Así que, vuelta burra al trigo.
No hay elección pequeña ni asunto ajeno. En unas municipales llegó la II República, pero en aquel entonces pilló a todo el mundo con los deberes hechos…

2/12/18

Pues ya lo tenemos: he ahí el trabajo de tanto tiempo de la mano de la magnífica editorial ATTICUS.
LOS HETERODOXOS REUNIDOS. UN DISCURRIR CRÍTICO EN TIEMPOS DE CRISIS es el fruto de ocho años de reflexiones sobre la realidad y el emputecimiento del mundo.
El próximo día 19 de diciembre se presentará en el Salón Rojo del Teatro Principal de Burgos. Orgulloso y feliz a partes iguales. (Y un poquitín abochornado, también). ¡Os espero a todos!