DIARIO DE BURGOS, 08/07/2025. Página 5.
Cuando
Pamplona se pone en fiesta, toda España siente el gusanillo. Los sanfermines
han alcanzado categoría de símbolo, elemento movilizador, referencial de todo
el país como fiesta multitudinaria, callejera, desinhibida y taurina.
Todo gran
festejo genera, además de excitación y deseos de jolgorio, expectativas
comunitarias. El festivo es un tiempo de reconciliación y sutura, un momento
que suspende todas las tensiones y malos rollos entre íntimos, próximos y
vecinos, entre grupos y banderías. Con las mesas a rebosar, nadie puede faltar
a la comida familiar y a los actos que expresan pertenencia y referencialidad.
Para el autóctono, todo lo que moviliza la fiesta acaba siendo identidad,
reconocimiento y reencuentro ─de uno con el resto, también consigo mismo─. Un
tiempo de echar al olvido las penas y de aceptación, de amnistía.
San Fermín se
caracteriza por sus encierros, que han alcanzado categoría mundial a través de
la literatura y el cine. Su fama es tal que la fiesta desborda cualquier
cálculo posible para recibir a turistas de medio mundo en busca del exotismo
ibérico, que inevitablemente tiene que ver con los toros. Encierros que se
viven como epopeya antigua fuera del tiempo; encierros destinados, recordemos,
a la lidia en la plaza.
Lo taurino forma parte de una raíz indiscutible de nuestra tradición popular, y aunque, lógicamente, la sociedad ha cambiado y con ella la sensibilidad hacia el sufrimiento animal, la relación con el toro es intensa, compleja y llena de emociones. La tauromaquia expresa una singular comunión con lo salvaje, la muerte, la fiesta y el arte. La vida. Es, desde luego, una expresión comunitaria, ya como práctica participativa, ya como contemplación. Sin embargo, la tauromaquia sufre la peor de las pestes: su conversión en bandera por parte de los nacionalistas más excluyentes y ultras ─unos para su afirmación, la derecha españolista; otros para su denuesto, los también incoherentes nacionalistas periféricos─. La utilización y secuestro del toro como signo de afirmación política supone un inmenso riesgo para su pervivencia. Enajenar lo taurino de su acervo popular, de su valor colectivo ─la comunidad por encima de las ideologías─ para fachalizarlo, acaba matando su sentir y tradición. Convendrá revisar alguna práctica y reducir violencias extremas, pero correr los toros, lidiar los toros, tiene que ver tanto con las identidades más íntimas como con las socialmente más transversales. Convertirlo en bandera privativa, en ideología de pulserita, contribuye a su extinción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario