Mi intervención aquí hoy se
debe más a la conocida generosidad de Inés que a ninguna razón de peso
esgrimible, fuera del afecto y respeto que tributo a la memoria de quien fuera
mi profesor. Durante años, Inés ha sido responsable de un invisible hilo de
saludos y recuerdos entre dos personas que, una vez terminadas las clases,
nunca más se volvieron a ver.
Juan José Molinero Martínez fue mi profesor de
Historia de la Filosofía en el curso 1986/1987. En puridad, una estela fugaz en
la vida de un estudiante de Historias, como decíamos entonces.
De primeras, para los
estudiantes, él era “el filósofo”, lo que para los de la bancada popular se
ajustaba a su mirar pausado y clemente, a su mano tan temblorosa como solían ser
sus frases mientras mesaba las barbas, sosteniendo con la otra un cigarrillo
─que entonces en clase se fumaba─. Así empezó el curso, 2º de carrera, que era
cuando uno se sacudía la mugre bachilleril ─en mi caso, postjesuítica─, y, con
suerte, empezaba a mojar… Moli se acomodaba a nuestra demanda de mundo y
aliento. Un tipo que parecía caminar del brazo de Georges Brassens y Paco
Ibáñez, y que Moustaki le hubiera prestado la trenca. Un sujeto de un primer
pasar sordo que, junto a la frescura insolente de Inés, la apostura colonial de
personaje de Agatha Christie de Ángel Esparza, los amaneramientos de Hermida
vaticano de Luis Martínez, de incomprendido Champollion bien macerado de
Adriano Gutiérrez, o de la minuciosa curiosidad pretecnológica de Federico Sanz,
ya entonces padre de la patria, hicieron otro el tiempo y nuestra vida en el
CUI de Burgos.
1987 fue un hito más en
la historia de las huelgas universitarias españolas (como 1913, 1915, 1949, 1965,
1968, 1969, 1972, 1976, 1977… ¡cómo nos gusta el autoerotismo a los
universitarios!). Pero, seamos justos, 1987 vino precedido por un 1986 que fue
el de las huelgas salvajes en las enseñanzas medias, con el asentamiento de las
bases de la malhadada modernidad pedagógica pre-Logse.
En aquel año de segunda
legislatura socialista, los estudiantes tomaron las calles, también los
profesores, y gritaron, corrieron y recibieron sus buenos palos de los grises
tornados ya maderos. Allí surgió un mito triste, un punkie, casi un detritus
del sistema, que ni siquiera era estudiante pero que se sumó a las manifas con
aire ludita destrozando el mobiliario urbano que poblaba el Madrid
postdictadura: el Cojo Manteca.
1987 fue el año de la
Universidad. José María Maravall, ministro de aquel ramo, entonces Educación y
Ciencia, con su segundo, un tal Alfredo Pérez Rubalcaba como Secretario de
Estado, trataron de imponer unas reformas que dejaban los planes de estudios de
Letras, concretamente los de Filología e Historia, en ruinas. Los títulos
quedarían mermados en una reducción tipo salsa Perrins, con fuerte disminución
de sus especializaciones. De rondón se sumaron a las reivindicaciones el
problema de las tasas, el que se arrastraba de los últimos PNNs y de los
interinos, y la petición de derogación de la LRU. Pero el meollo de la huelga
eran la reforma de los planes de estudio. Por entonces ya se oía algo de unas
nuevas titulaciones difusas, de maneras anglosajonizadas, por llegar, ─no eran
un bulo, seis años después nos colocaron graciosamente aquel engendro de
Licenciatura en Humanidades que se comió los títulos de Filosofía y Letras y
que tanto costó desfacer─.
Como diría un buen
irlandés, en Burgos hicimos nuestra parte. Y lo hicimos bien. En cuanto
conocimos los borradores de los planes de estudio, los estudiantes de Historia
y Filologías nos movilizamos y fuimos a la Huelga. A la huelga total.
Nuestra purísima ciudad
aguantó la respiración. Las fuerzas vivas siempre miraron con desconfianza al
archipiélago universitario, que por supuesto entendían rojo sanguíneo tirando a
moscovita… La Caput Castellae encogió el tipo. Se le retrajo aún más la
incircundada pinga. Vamos, que apretó el culo. ¿Íbamos a romper marquesinas, a
quemar autobuses, a levantar barricadas? ¿Corrían riesgo los adoquines de las
Huelgas?
Con el arranque del año
hasta finales de abril, el CUI se convirtió en un centro de reflexión y lucha
que hizo correr ríos de tinta a la prensa local…, sin poder echarnos en cara
nada. Nuestras manifestaciones, que no podían ser masivas, se caracterizaron
por ser un modelo de civismo, pero también de provocación. El Colegio
Universitario se convirtió en nuestra fortaleza, en la que mantuvimos una
huelga activa, llena de reflexiones, asambleas, debates… Cada mañana paríamos ardorosamente el mundo,
y cada tarde lo enterrábamos con profunda solemnidad. Discutíamos con el mismo arrojo
que, si en vez de ser el campus relegado de la Universidad de Valladolid,
aquello fuera la capital del reino, qué digo, fuera París, Berkeley o Bolonia.
Y no estábamos solos, participaron habitualmente los profesores más jóvenes,
los más preclaros o concernidos, quienes tenían sentido histórico e
institucional de lo que vivíamos. Moli, estaba.
Fue en aquel trato nuevo y confuso, para él rescoldo y eco de otras
luchas de veinte años atrás, que me pidió que le apeara del Ud. con que yo me
dirigía a los profesores y le llamara así, Moli.
Nos encerramos. He de
decir que sin tumultos ni sobresaltos orgiásticos. Tomamos la parte de
dirección, único espacio con suelo de madera, lo que sin volverlo de especial
amabilidad, hacía menos penitencia dormir con los sacos. Fue sorpresa, y no lo
fue tanta, ver aparecer bien temprano varias mañanas, churros y chocolate en
ristre, a quienes no siendo asiduos a los debates, sí mostraron honda
preocupación por el despertar de las chicas de Filología: Nicolás Castrillo y
José Luis Moreno…
Una tarde, un par de policías
nacionales aparecieron en casa buscándome. A mi madre le dio un soponcio. Me
llevaron directamente al despacho del comisario jefe. Sin compunción, pero con
cierto acojono, entré en aquella oficina, que si en ese momento me pinchan, no
sangro. Extrañamente, el comisario parecía tan nervioso como yo. Tras un par de
rodeos, acabó felicitándome por cómo estábamos llevando a cabo las protestas.
Me confesó que su hija estudiaba Filología en el CUI y que, personalmente,
estaba de acuerdo con nuestras reivindicaciones. Cuando se lo conté a Moli esa
tarde, dijo, “pues ya podía el muy cabrón habértelo dicho por teléfono en vez
de hacerte llevar a la comisaría…”.
En enero de aquel 1987,
Moli había conseguido que se desatascara un proyecto especialmente querido: un
ciclo de conferencias sobre la crisis de la Universidad, de la mano de algunos
de los filósofos más importantes del país. Problemas económicos, nada infrecuentes
en nuestro periférico campus, habían ido retrasando su celebración que,
finalmente, pudo comenzar a últimos de mes.
Sin comerlo ni beberlo,
el ciclo pasó de ser un notable acto académico más, a convertirse en uno de
esos raros momentos que quedan marcados a fuego en el recuerdo.
El programa tenía unos
intervinientes para quitar el hipo. Arrancó el 30 de enero con Agustín García
Calvo, que apareció aquel viernes sonriente, con su aire de cantante folk
californiano, para hablar “De las relaciones entre saber y poder”. Justamente, con
el nuevo mes, fue que se desató la susodicha huelga con toda su parafernalia de
actividades, encierros, manifas, asambleas y demás comensalidad goliarda.
Cómo no, Moli quedó en
permanente entusiasmo y zozobra por lo que hacíamos y por lo que él tenía entre
manos. Porque, si estábamos en aquellas…, ¿quién iba a ir a las conferencias? Aquellos
eran tiempos gloriosos en que los estudiantes asistíamos con devoción a los
actos culturales. Para colmo, el programa fue sufriendo cambios. Hubo
conferenciantes que fallaron, por ejemplo, en el primer plantel estaba previsto
que interviniera Francisco Fernández Buey, que luego no vino y en su lugar lo
hizo Carlos París. Otros cambiaron la fecha asignada…
No sé muy bien por qué, yo
había acabado al frente de la huelga ─de ahí la visita de la policía─. Aprendí a dirigirme a una asamblea, a
plantear los términos de nuestras discusiones y negociaciones, a hacer aprobar
acuerdos, también a deshacerlos y a rehacerlos. Cada vez que uno de los
conferenciantes movía su charla de fecha, ─”que Lledó no puede este viernes”;
“que Aranguren retrasa el viaje…”─, Moli llegaba descompuesto, pues siempre
coincidía con alguna de nuestras manifestaciones por el centro de la ciudad. Y
en cada ocasión tocaba volver a convocar nueva asamblea y con una excusa u
otra, cambiar los acuerdos para dejar libre la hora de la charla, que siempre
eran en la Casa de la Cultura. Todo pudo ser resuelto. Pero esto fue el asunto
menor del ciclo, que de puertas afuera fue un éxito rotundo, con el salón de la
Biblioteca Pública a rebosar. El Diario
de Burgos recogió en largas previas el aviso de las conferencias, con
despliegue del currículum del orador, oportunamente redactado por Moli. Al día
siguiente, una página resumía el contenido de la conferencia, con fotografía
del protagonista. En el caso de la última, la de Aranguren, éste apareció en
portada.
Decía que, hasta cierto
punto, aquello fue el asunto menor ─la celebración de las conferencias en el
centro de la ciudad─, porque Moli se encargó de Sorbonizar o Nanterrizar nuestro encierro con aquel ciclo de los más
importantes filósofos de entonces. Todos ellos hicieron doblete. Al acabar su
conferencia, bien aquella tarde, bien a la mañana siguiente, se reunieron con
nosotros, los estudiantes, en el CUI para comentar y hablar de la huelga, sobre
la universidad, sobre el papel de nuestros saberes en la sociedad, de nuestro
compromiso y esfuerzos. Si nuestra
huelga ya había tenido un desarrollo y quehacer singulares, un convencimiento
de estar haciendo y participando en reivindicaciones y esfuerzos que no eran
estériles, que entendíamos que tenían que ver con momentos que eran verdaderas
encrucijadas en la historia de nuestra recuperada democracia, aquellas visitas
filosóficas fueron para nosotros una inserción de espíritu lleno de pureza, de compromiso,
de vínculo directo con las luchas que venían de décadas de oposición al
franquismo más crudo, de la ensoñación sesentayochista, del París de Sartre…,
del sueño de poder soñar.
1987 fue un año
inolvidable. Aprendí lecciones imperecederas, sentí formar parte de un mundo
que me esperaba, pude creer en la fuerza de la juventud, en la capacidad de
hacer y, sí, soñar.
1987 fue, qué duda cabe,
Moli.
Al curso siguiente,
dimitió el ministro.