17/5/24

DESPERTANDO A LA VIDA... EN RECUERDO DE JUAN JOSÉ MOLINERO, MOLI.

IGNACIO FERNÁNDEZ DE MATA
16/025/2024. Refectorio de la Universidad de Burgos.

Mi intervención aquí hoy se debe más a la conocida generosidad de Inés que a ninguna razón de peso esgrimible, fuera del afecto y respeto que tributo a la memoria de quien fuera mi profesor. Durante años, Inés ha sido responsable de un invisible hilo de saludos y recuerdos entre dos personas que, una vez terminadas las clases, nunca más se volvieron a ver.

 

 Juan José Molinero Martínez fue mi profesor de Historia de la Filosofía en el curso 1986/1987. En puridad, una estela fugaz en la vida de un estudiante de Historias, como decíamos entonces.

De primeras, para los estudiantes, él era “el filósofo”, lo que para los de la bancada popular se ajustaba a su mirar pausado y clemente, a su mano tan temblorosa como solían ser sus frases mientras mesaba las barbas, sosteniendo con la otra un cigarrillo ─que entonces en clase se fumaba─. Así empezó el curso, 2º de carrera, que era cuando uno se sacudía la mugre bachilleril ─en mi caso, postjesuítica─, y, con suerte, empezaba a mojar… Moli se acomodaba a nuestra demanda de mundo y aliento. Un tipo que parecía caminar del brazo de Georges Brassens y Paco Ibáñez, y que Moustaki le hubiera prestado la trenca. Un sujeto de un primer pasar sordo que, junto a la frescura insolente de Inés, la apostura colonial de personaje de Agatha Christie de Ángel Esparza, los amaneramientos de Hermida vaticano de Luis Martínez, de incomprendido Champollion bien macerado de Adriano Gutiérrez, o de la minuciosa curiosidad pretecnológica de Federico Sanz, ya entonces padre de la patria, hicieron otro el tiempo y nuestra vida en el CUI de Burgos.

1987 fue un hito más en la historia de las huelgas universitarias españolas (como 1913, 1915, 1949, 1965, 1968, 1969, 1972, 1976, 1977… ¡cómo nos gusta el autoerotismo a los universitarios!). Pero, seamos justos, 1987 vino precedido por un 1986 que fue el de las huelgas salvajes en las enseñanzas medias, con el asentamiento de las bases de la malhadada modernidad pedagógica pre-Logse.

En aquel año de segunda legislatura socialista, los estudiantes tomaron las calles, también los profesores, y gritaron, corrieron y recibieron sus buenos palos de los grises tornados ya maderos. Allí surgió un mito triste, un punkie, casi un detritus del sistema, que ni siquiera era estudiante pero que se sumó a las manifas con aire ludita destrozando el mobiliario urbano que poblaba el Madrid postdictadura: el Cojo Manteca.

1987 fue el año de la Universidad. José María Maravall, ministro de aquel ramo, entonces Educación y Ciencia, con su segundo, un tal Alfredo Pérez Rubalcaba como Secretario de Estado, trataron de imponer unas reformas que dejaban los planes de estudios de Letras, concretamente los de Filología e Historia, en ruinas. Los títulos quedarían mermados en una reducción tipo salsa Perrins, con fuerte disminución de sus especializaciones. De rondón se sumaron a las reivindicaciones el problema de las tasas, el que se arrastraba de los últimos PNNs y de los interinos, y la petición de derogación de la LRU. Pero el meollo de la huelga eran la reforma de los planes de estudio. Por entonces ya se oía algo de unas nuevas titulaciones difusas, de maneras anglosajonizadas, por llegar, ─no eran un bulo, seis años después nos colocaron graciosamente aquel engendro de Licenciatura en Humanidades que se comió los títulos de Filosofía y Letras y que tanto costó desfacer─.

Como diría un buen irlandés, en Burgos hicimos nuestra parte. Y lo hicimos bien. En cuanto conocimos los borradores de los planes de estudio, los estudiantes de Historia y Filologías nos movilizamos y fuimos a la Huelga. A la huelga total.

Nuestra purísima ciudad aguantó la respiración. Las fuerzas vivas siempre miraron con desconfianza al archipiélago universitario, que por supuesto entendían rojo sanguíneo tirando a moscovita… La Caput Castellae encogió el tipo. Se le retrajo aún más la incircundada pinga. Vamos, que apretó el culo. ¿Íbamos a romper marquesinas, a quemar autobuses, a levantar barricadas? ¿Corrían riesgo los adoquines de las Huelgas?

Con el arranque del año hasta finales de abril, el CUI se convirtió en un centro de reflexión y lucha que hizo correr ríos de tinta a la prensa local…, sin poder echarnos en cara nada. Nuestras manifestaciones, que no podían ser masivas, se caracterizaron por ser un modelo de civismo, pero también de provocación. El Colegio Universitario se convirtió en nuestra fortaleza, en la que mantuvimos una huelga activa, llena de reflexiones, asambleas, debates…  Cada mañana paríamos ardorosamente el mundo, y cada tarde lo enterrábamos con profunda solemnidad. Discutíamos con el mismo arrojo que, si en vez de ser el campus relegado de la Universidad de Valladolid, aquello fuera la capital del reino, qué digo, fuera París, Berkeley o Bolonia. Y no estábamos solos, participaron habitualmente los profesores más jóvenes, los más preclaros o concernidos, quienes tenían sentido histórico e institucional de lo que vivíamos. Moli, estaba.  Fue en aquel trato nuevo y confuso, para él rescoldo y eco de otras luchas de veinte años atrás, que me pidió que le apeara del Ud. con que yo me dirigía a los profesores y le llamara así, Moli.

Nos encerramos. He de decir que sin tumultos ni sobresaltos orgiásticos. Tomamos la parte de dirección, único espacio con suelo de madera, lo que sin volverlo de especial amabilidad, hacía menos penitencia dormir con los sacos. Fue sorpresa, y no lo fue tanta, ver aparecer bien temprano varias mañanas, churros y chocolate en ristre, a quienes no siendo asiduos a los debates, sí mostraron honda preocupación por el despertar de las chicas de Filología: Nicolás Castrillo y José Luis Moreno…

Una tarde, un par de policías nacionales aparecieron en casa buscándome. A mi madre le dio un soponcio. Me llevaron directamente al despacho del comisario jefe. Sin compunción, pero con cierto acojono, entré en aquella oficina, que si en ese momento me pinchan, no sangro. Extrañamente, el comisario parecía tan nervioso como yo. Tras un par de rodeos, acabó felicitándome por cómo estábamos llevando a cabo las protestas. Me confesó que su hija estudiaba Filología en el CUI y que, personalmente, estaba de acuerdo con nuestras reivindicaciones. Cuando se lo conté a Moli esa tarde, dijo, “pues ya podía el muy cabrón habértelo dicho por teléfono en vez de hacerte llevar a la comisaría…”.

En enero de aquel 1987, Moli había conseguido que se desatascara un proyecto especialmente querido: un ciclo de conferencias sobre la crisis de la Universidad, de la mano de algunos de los filósofos más importantes del país. Problemas económicos, nada infrecuentes en nuestro periférico campus, habían ido retrasando su celebración que, finalmente, pudo comenzar a últimos de mes.

Sin comerlo ni beberlo, el ciclo pasó de ser un notable acto académico más, a convertirse en uno de esos raros momentos que quedan marcados a fuego en el recuerdo.

El programa tenía unos intervinientes para quitar el hipo. Arrancó el 30 de enero con Agustín García Calvo, que apareció aquel viernes sonriente, con su aire de cantante folk californiano, para hablar “De las relaciones entre saber y poder”. Justamente, con el nuevo mes, fue que se desató la susodicha huelga con toda su parafernalia de actividades, encierros, manifas, asambleas y demás comensalidad goliarda.

Cómo no, Moli quedó en permanente entusiasmo y zozobra por lo que hacíamos y por lo que él tenía entre manos. Porque, si estábamos en aquellas…, ¿quién iba a ir a las conferencias? Aquellos eran tiempos gloriosos en que los estudiantes asistíamos con devoción a los actos culturales. Para colmo, el programa fue sufriendo cambios. Hubo conferenciantes que fallaron, por ejemplo, en el primer plantel estaba previsto que interviniera Francisco Fernández Buey, que luego no vino y en su lugar lo hizo Carlos París. Otros cambiaron la fecha asignada…

No sé muy bien por qué, yo había acabado al frente de la huelga ─de ahí la visita de la policía─.  Aprendí a dirigirme a una asamblea, a plantear los términos de nuestras discusiones y negociaciones, a hacer aprobar acuerdos, también a deshacerlos y a rehacerlos. Cada vez que uno de los conferenciantes movía su charla de fecha, ─”que Lledó no puede este viernes”; “que Aranguren retrasa el viaje…”─, Moli llegaba descompuesto, pues siempre coincidía con alguna de nuestras manifestaciones por el centro de la ciudad. Y en cada ocasión tocaba volver a convocar nueva asamblea y con una excusa u otra, cambiar los acuerdos para dejar libre la hora de la charla, que siempre eran en la Casa de la Cultura. Todo pudo ser resuelto. Pero esto fue el asunto menor del ciclo, que de puertas afuera fue un éxito rotundo, con el salón de la Biblioteca Pública a rebosar.  El Diario de Burgos recogió en largas previas el aviso de las conferencias, con despliegue del currículum del orador, oportunamente redactado por Moli. Al día siguiente, una página resumía el contenido de la conferencia, con fotografía del protagonista. En el caso de la última, la de Aranguren, éste apareció en portada.

Decía que, hasta cierto punto, aquello fue el asunto menor ─la celebración de las conferencias en el centro de la ciudad─, porque Moli se encargó de Sorbonizar o Nanterrizar  nuestro encierro con aquel ciclo de los más importantes filósofos de entonces. Todos ellos hicieron doblete. Al acabar su conferencia, bien aquella tarde, bien a la mañana siguiente, se reunieron con nosotros, los estudiantes, en el CUI para comentar y hablar de la huelga, sobre la universidad, sobre el papel de nuestros saberes en la sociedad, de nuestro compromiso y esfuerzos.  Si nuestra huelga ya había tenido un desarrollo y quehacer singulares, un convencimiento de estar haciendo y participando en reivindicaciones y esfuerzos que no eran estériles, que entendíamos que tenían que ver con momentos que eran verdaderas encrucijadas en la historia de nuestra recuperada democracia, aquellas visitas filosóficas fueron para nosotros una inserción de espíritu lleno de pureza, de compromiso, de vínculo directo con las luchas que venían de décadas de oposición al franquismo más crudo, de la ensoñación sesentayochista, del París de Sartre…, del sueño de poder soñar.

1987 fue un año inolvidable. Aprendí lecciones imperecederas, sentí formar parte de un mundo que me esperaba, pude creer en la fuerza de la juventud, en la capacidad de hacer y, sí, soñar.

1987 fue, qué duda cabe, Moli.

Al curso siguiente, dimitió el ministro.



Juan José Molinero Martínez (1943-2023)

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