3/6/24

LA SEÑORA DEL JEFE. JULIO PÉREZ CELADA

IGNACIO FERNÁNDEZ DE MATA
01/06/2024. Salón Rojo, Teatro Principal.

Buenas tardes, señoras y señores:

Hágase notar la circunstancia primera de nuestro vivir y estar: la ciudad pequeña. O sea, el espacio breve, alicorto, mediocre, emputecido. El suelo bendito. Quiere, desde antiguo, el burgués distinguirse del rústico, y elabora argumentos sin cuento para que se note un no sé qué de distinción, que parece que nos tira más eso de levantar morro y hocico con petulancia, que otros regocijos menores y de fisiológico acomodo. Lo hace hacia afuera, y aún es peor, hacia dentro. Querrá el regidor, el corregidor y el obispo, el mercader y el canónigo, el escribano y el fiel de fechos, el industrial y el comerciante, el maestro y el pasante ser un poco más que algún desgraciado de más abajo, que el siervo, obrero, la criada, el jornalero, la lavandera, la puta, el indigente, el borrachín sin techo. Así se hacen desde antiguo las ciudades, cerradas con sus muros conteniendo templos e infecciones, tabernas e inclusas, algunas industrias, molinos, batanes, curtidurías, imprentas, librerías, burdeles y universidades, carnicerías, tahonas, casonas y blasones, estandartes y apellidos, con las pobres hijas bobas y almidonadas que se sortean en enlaces cada generación para sostén de la microprosapia de quienes juegan a ser señores de la plaza. Un lugar cualquiera del mundo. Digamos, Insigne grandeza, o Tierra sagrada.

Quiere la Fortuna que en este Salón Rojo del viejo cogollo urbano, donde la más rancia y conservadora sociedad burgense se refugiaba de todo aquello que le parecía chusma de ruanos de vinos de mil padres, incluso de todo cotizante que tuviera sociedad o casino con fritura y periódico engrillado, que se presente una novela que tiene ese ¡ay! de escándalo decimonónico y de murmullo de confesionario nacionalcatólico ahora que, justamente tras mayo, vuelven las excomuniones.

El escribidor, escribiente, autor, quién sabe si protagonista soñado, es D. Julio Pérez Celada, Profesor Titular de Historia Medieval, de la Universidad de Burgos, gran conocedor de los dominios monásticos bajomedievales y de aquellos culebreantes cluniacenses, que lo mismo ponían patas arriba un reino, que impulsaban la peregrinación hacia la tumba de un heresiarca, asumían el control de las fronteras con el Islam o reformaban la explotación agrícola del momento.

El profesor Pérez Celada cumple con el estereotipo de escritor a la romántica manera, que ya cansan los happyflowers y abraza-nogales. Vistiéndose por los pies, se ha envuelto en humos y espirituosidades absénticas como corresponde a un hijo de Poe, o de Lovecraft, pero también de Mallarmé y Gil de Biedma. Pérez Celada es un individuo cetrino y desajustado a su tiempo, no en vano discípulo de D. Julio Valdeón. Seco como olmo grafioso, de afectos tasados, un mirar desangelado y una mala hostia puntualmente restallante, son éstas virtudes que le adornan, amén poseer una benigna maldad de pensamiento que es muy apreciada entre los escasos colegas que trata. No rehúye el noble arte del despiece o desmembramiento del necio, el descoyuntamiento del trepa, del inmerecido, del lameculos y obsequioso, del huelebraguetas y presidente floridopensíl. Así se gana un hombre, y se pierde un emboscado, lo que viene siendo un royalacademista. Este carácter suyo austero, poco dado a la frivolidad, certero, de reflexión peripatética, junto con su quehacer medieval podrían llevar al ignorante a imaginarle embutido en un hábito monacal, de no ser porque, como a tantos dedicados al noble arte de la cocción intelectual, sus ideas y proclamas le presumen condenado, posiblemente enlistado en oscuros recetarios donde aparecen los apartados, los exclaustrados, los que frecuentan lecturas prohibidas de autores del Índice, de enemigos confesos de la única religión verdadera. Sus intervenciones académicas, envueltas en la voz calma de un profesor engañosamente benévolo, hipotenso, suelen ser joyas de inteligencia, cultismos que para sí quisiera D. Luis de Góngora, finas ironías que le malquistarían con el más revoltoso luciferino.

Ha practicado el verso, que dicho así pareciera que estuvo en la cueva con Onán. Pero lo que a nosotros importa ahora es que tales ejercicios le han supuesto un entrenamiento en la orfebrería previa, y en una concisión distinta. Narrar, él lo señalará, le ha exigido una energía nueva en el escribir, en la manera de contar. No es, pues, a pesar de estar ante su primera novela, un autor estrictamente nuevo ─por ahí andan sus varios libros de Historia y poesía, sus numerosos artículos académicos─, pero sí es una voz en estreno, y un concepto de obra original.

 

 La señora del jefe es una novela encantadora, de hechuras clásicas, con entrada y salida en el espacio y en el tiempo de su desenvolvimiento, por lo tanto, de concepción circular. Pero la forma pronto es violentada por el fondo, que cambia el registro para avanzar hacia la sorpresa y el desajuste, un volcán interior.

Los múltiples sucesos y personajes se encuentran en un territorio, la ciudad pequeña, esa que ha unido su suerte a la de la dictadura y con ello a una absurda pretensión de no-tiempo y ausencia de novedad. Pero Cronos no perdona. De hecho, La señora del jefe acaba resultando una obra de empeño unamuniano, una nivola, pues a pesar de lo que Pérez Celada cree, su obra lucha contra su propia concepción de círculo maldito, de inmovilismo con un antihéroe, que finalmente, consigue negar la maldición de agua mansa.

Felipe y Reinaldo, los dos amigos que salen de ese vivero de formación de príncipes que es el colegio de los jesuitas, son, a su vez, los vehículos de conocimiento de dos mundos diferentes, de estratos en tenaz jerarquía que nos van mostrando el orden social y sus posibilidades, sus proyecciones. A través de Reinaldo irrumpe el novedoso mundo de la universidad, recién llegada a la ciudad pequeña como campus periférico. Los aires universitarios suponen novedades, conciliábulos, espacios de alta política-ficción. También un tipo de ocio y de modales, de conexión con el resto del nódulo antifranquista estudiantil. Los universitarios locales son un pedo al lado de los viejos luchadores, los supervivientes derrotados de la Guerra. ¿Y cómo encajar todas las piezas de partidos y colores provocadores PRT, ORT, PCPE, PCE, LCR, PSP, PSOE…? La izquierda era infinita en sus grupúsculos y propuestas, en su cainismo. A pesar de los inevitables desastres electorales que se preveían, aquel era un tiempo de claros anhelos de cambio. Y de choques entre la realidad y el deseo.

Felipe, el verdadero protagonista, es un muchacho lacónico. Nada en él parece prever un mínimo de gloria. Su historia personal tiene las hechuras del mito, los mimbres del origen mixto y bastardo del elegido. Pero ahí interviene el autor con crueldad. La necesidad de Felipe de afirmarse ante el desprecio de su familia y entorno no le permitirá ser héroe más que ante los ojos del lector cómplice. Su forma de actuar, en ocasiones primaria, sin objetivos claros, hacen de él un inconformista sin causa. Esta falta de motivación vital le pasean por la novela como un mecánico personaje de Joyce, casi como un pasota, lo que abriría la posibilidad de que esta, en vez de haberse intitulado “de la transición” pudiera haberlo hecho como “novela de punkie”. Al menos hasta que aparece la señora del jefe.

Felipe es el conector de espacios, de su mano conocemos los ámbitos de Reinaldo, los familiares, los universitarios y los grupúsculos políticos. Y los suyos propios. Como antihéroe, suspende su tiempo juvenil, de esperable formación universitaria, como correspondía a un hijo de eso que llaman ahora clase aspiracional, para volverse trabajador manual en una imprenta, lo que le asoma a un mundo de seres a medio terminar, con maldades adaptativas, con el hijoputismo como principal recurso de supervivencia. Entre esos prójimos competitivos en infelicidad, Felipe encontrará algo más que un asidero, una razón de aguante y resistencia en medio de la mayor nada: una jefa esplendorosa, lúbrica, desasosegante, una mujer que entablará consigo misma su propia lucha, y que responde a la maravilla nominativa de Milagros.

La ciudad actúa como tercer gran personaje rabelaisiano. Por sus calles, torres, tiendecillas, escaleras, bares, rincones y plazas desfilan personajes y ambientes que no precisan extensos párrafos. Son un abanico de anónimos que conforman el tapiz urbano. Alguno abre repentinamente la gabardina y muestra sus maravillas, una historia inesperada. Pocos son lo que se espera. Abundan las gentes excretables, miserables faltos de humanidad, de empatía, sujetos lisiados en sus afectos, que han crecido sobre la explotación ajena, listos para hacer el mal. Nacionalcatólicos de sucia catadura. Lo mejor de cada casa.

Toda la novela idea un tiempo en fuga. Todo está en un equilibrio inestable. Arranca con la agonía y muerte de una dictadura particularmente insana que, como todo régimen de vocación totalitaria, se quiere eterno, sobre bases inmarcesibles, no en vano se han impuesto a punta de fusil. Sin embargo, la muerte del viejo general señala el ocaso del tiempo prebendario. Es un tiempo de salida.

La Transición, como los mitos, es un tiempo fuera del tiempo. Y es un tiempo generacional. Su propia denominación indica su carácter de conexión transformadora, de periodo de alivio entre un luto y un renacer con apellidos y documentación. La transición es una juventud que parece haber quedado a medio digerir para la Historia, pero, ante todo, es un puro tiempo de mocedad, tiempo propio de confusiones, de brotes y atracones, de probanza, de rapto, de excesos, de berrea…

Uno de los grandes placeres de La señora del jefe es, justamente, ver cómo, a medida que avanza una historia que nadie intuía, una historia de imposible previsión en la lectura de sus primeros capítulos, la trama en torno al deseo, el sexo y el desastre se van tejiendo con un encadenamiento que arrastra al lector a una lectura voraz, en la que irrumpe el humor descarnado y el toque sicalíptico que demanda continuar febrilmente con la lectura para saber más de las agitaciones de Felipe, de las maldades de Sérvula y Servanda, de las aflicciones de doña Milagros. Doña Milagros… Ha nacido un mito erótico. Una rotundidad castellana. Un sueño para manoplistas del que no puedo decir nada, pues a la novela me remito y habrán de acudir a ella.

 Muchas gracias



[Fotografía: Tomás Alonso. Fuente: https://www.elcorreodeburgos.com/cultura/240531/196981/novela-gamberra-politica-erotica-sobre-transicion-espanola.html ]

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