Buenas tardes, señoras y
señores:
Hágase notar la
circunstancia primera de nuestro vivir y estar: la ciudad pequeña. O sea, el
espacio breve, alicorto, mediocre, emputecido. El suelo bendito. Quiere, desde antiguo,
el burgués distinguirse del rústico, y elabora argumentos sin cuento para que
se note un no sé qué de distinción, que parece que nos tira más eso de levantar
morro y hocico con petulancia, que otros regocijos menores y de fisiológico
acomodo. Lo hace hacia afuera, y aún es peor, hacia dentro. Querrá el regidor,
el corregidor y el obispo, el mercader y el canónigo, el escribano y el fiel de
fechos, el industrial y el comerciante, el maestro y el pasante ser un poco más
que algún desgraciado de más abajo, que el siervo, obrero, la criada, el
jornalero, la lavandera, la puta, el indigente, el borrachín sin techo. Así se
hacen desde antiguo las ciudades, cerradas con sus muros conteniendo templos e
infecciones, tabernas e inclusas, algunas industrias, molinos, batanes,
curtidurías, imprentas, librerías, burdeles y universidades, carnicerías,
tahonas, casonas y blasones, estandartes y apellidos, con las pobres hijas
bobas y almidonadas que se sortean en enlaces cada generación para sostén de la
microprosapia de quienes juegan a ser señores de la plaza. Un lugar cualquiera
del mundo. Digamos, Insigne grandeza, o Tierra sagrada.
Quiere la Fortuna que en
este Salón Rojo del viejo cogollo urbano, donde la más rancia y conservadora
sociedad burgense se refugiaba de todo aquello que le parecía chusma de ruanos
de vinos de mil padres, incluso de todo cotizante que tuviera sociedad o casino
con fritura y periódico engrillado, que se presente una novela que tiene ese
¡ay! de escándalo decimonónico y de murmullo de confesionario nacionalcatólico ahora
que, justamente tras mayo, vuelven las excomuniones.
El escribidor,
escribiente, autor, quién sabe si protagonista soñado, es D. Julio Pérez Celada,
Profesor Titular de Historia Medieval, de la Universidad de Burgos, gran
conocedor de los dominios monásticos bajomedievales y de aquellos culebreantes cluniacenses,
que lo mismo ponían patas arriba un reino, que impulsaban la peregrinación
hacia la tumba de un heresiarca, asumían el control de las fronteras con el
Islam o reformaban la explotación agrícola del momento.
El profesor Pérez Celada
cumple con el estereotipo de escritor a la romántica manera, que ya cansan los
happyflowers y abraza-nogales. Vistiéndose por los pies, se ha envuelto en
humos y espirituosidades absénticas como corresponde a un hijo de Poe, o de
Lovecraft, pero también de Mallarmé y Gil de Biedma. Pérez Celada es un
individuo cetrino y desajustado a su tiempo, no en vano discípulo de D. Julio
Valdeón. Seco como olmo grafioso, de afectos tasados, un mirar desangelado y
una mala hostia puntualmente restallante, son éstas virtudes que le adornan,
amén poseer una benigna maldad de pensamiento que es muy apreciada entre los
escasos colegas que trata. No rehúye el noble arte del despiece o
desmembramiento del necio, el descoyuntamiento del trepa, del inmerecido, del
lameculos y obsequioso, del huelebraguetas y presidente floridopensíl. Así se
gana un hombre, y se pierde un emboscado, lo que viene siendo un royalacademista.
Este carácter suyo austero, poco dado a la frivolidad, certero, de reflexión
peripatética, junto con su quehacer medieval podrían llevar al ignorante a
imaginarle embutido en un hábito monacal, de no ser porque, como a tantos
dedicados al noble arte de la cocción intelectual, sus ideas y proclamas le
presumen condenado, posiblemente enlistado en oscuros recetarios donde aparecen
los apartados, los exclaustrados, los que frecuentan lecturas prohibidas de
autores del Índice, de enemigos confesos de la única religión verdadera.
Sus intervenciones académicas, envueltas en la voz calma de un profesor engañosamente
benévolo, hipotenso, suelen ser joyas de inteligencia, cultismos que para sí
quisiera D. Luis de Góngora, finas ironías que le malquistarían con el más
revoltoso luciferino.
Ha practicado el verso,
que dicho así pareciera que estuvo en la cueva con Onán. Pero lo que a nosotros
importa ahora es que tales ejercicios le han supuesto un entrenamiento en la
orfebrería previa, y en una concisión distinta. Narrar, él lo señalará, le ha
exigido una energía nueva en el escribir, en la manera de contar. No es, pues,
a pesar de estar ante su primera novela, un autor estrictamente nuevo ─por ahí
andan sus varios libros de Historia y poesía, sus numerosos artículos
académicos─, pero sí es una voz en estreno, y un concepto de obra original.
La señora del jefe es una novela encantadora, de
hechuras clásicas, con entrada y salida en el espacio y en el tiempo de su
desenvolvimiento, por lo tanto, de concepción circular. Pero la forma pronto es
violentada por el fondo, que cambia el registro para avanzar hacia la sorpresa
y el desajuste, un volcán interior.
Los múltiples sucesos y
personajes se encuentran en un territorio, la ciudad pequeña, esa que ha unido
su suerte a la de la dictadura y con ello a una absurda pretensión de no-tiempo
y ausencia de novedad. Pero Cronos no perdona. De hecho, La señora del jefe acaba
resultando una obra de empeño unamuniano, una nivola, pues a pesar de lo que
Pérez Celada cree, su obra lucha contra su propia concepción de círculo
maldito, de inmovilismo con un antihéroe, que finalmente, consigue negar la maldición
de agua mansa.
Felipe y Reinaldo, los
dos amigos que salen de ese vivero de formación de príncipes que es el colegio de
los jesuitas, son, a su vez, los vehículos de conocimiento de dos mundos
diferentes, de estratos en tenaz jerarquía que nos van mostrando el orden
social y sus posibilidades, sus proyecciones. A través de Reinaldo irrumpe el
novedoso mundo de la universidad, recién llegada a la ciudad pequeña como
campus periférico. Los aires universitarios suponen novedades, conciliábulos,
espacios de alta política-ficción. También un tipo de ocio y de modales, de
conexión con el resto del nódulo antifranquista estudiantil. Los universitarios
locales son un pedo al lado de los viejos luchadores, los supervivientes
derrotados de la Guerra. ¿Y cómo encajar todas las piezas de partidos y colores
provocadores PRT, ORT, PCPE, PCE, LCR, PSP, PSOE…? La izquierda era infinita en
sus grupúsculos y propuestas, en su cainismo. A pesar de los inevitables
desastres electorales que se preveían, aquel era un tiempo de claros anhelos de
cambio. Y de choques entre la realidad y el deseo.
Felipe, el verdadero
protagonista, es un muchacho lacónico. Nada en él parece prever un mínimo de
gloria. Su historia personal tiene las hechuras del mito, los mimbres del
origen mixto y bastardo del elegido. Pero ahí interviene el autor con crueldad.
La necesidad de Felipe de afirmarse ante el desprecio de su familia y entorno
no le permitirá ser héroe más que ante los ojos del lector cómplice. Su forma
de actuar, en ocasiones primaria, sin objetivos claros, hacen de él un
inconformista sin causa. Esta falta de motivación vital le pasean por la novela
como un mecánico personaje de Joyce, casi como un pasota, lo que abriría la posibilidad
de que esta, en vez de haberse intitulado “de la transición” pudiera haberlo
hecho como “novela de punkie”. Al menos hasta que aparece la señora del jefe.
Felipe es el conector de
espacios, de su mano conocemos los ámbitos de Reinaldo, los familiares, los
universitarios y los grupúsculos políticos. Y los suyos propios. Como
antihéroe, suspende su tiempo juvenil, de esperable formación universitaria,
como correspondía a un hijo de eso que llaman ahora clase aspiracional, para
volverse trabajador manual en una imprenta, lo que le asoma a un mundo de seres
a medio terminar, con maldades adaptativas, con el hijoputismo como principal
recurso de supervivencia. Entre esos prójimos competitivos en infelicidad,
Felipe encontrará algo más que un asidero, una razón de aguante y resistencia
en medio de la mayor nada: una jefa esplendorosa, lúbrica, desasosegante, una
mujer que entablará consigo misma su propia lucha, y que responde a la
maravilla nominativa de Milagros.
La ciudad actúa como
tercer gran personaje rabelaisiano. Por sus calles, torres, tiendecillas,
escaleras, bares, rincones y plazas desfilan personajes y ambientes que no
precisan extensos párrafos. Son un abanico de anónimos que conforman el tapiz
urbano. Alguno abre repentinamente la gabardina y muestra sus maravillas, una
historia inesperada. Pocos son lo que se espera. Abundan las gentes
excretables, miserables faltos de humanidad, de empatía, sujetos lisiados en
sus afectos, que han crecido sobre la explotación ajena, listos para hacer el
mal. Nacionalcatólicos de sucia catadura. Lo mejor de cada casa.
Toda la novela idea un tiempo
en fuga. Todo está en un equilibrio inestable. Arranca con la agonía y muerte
de una dictadura particularmente insana que, como todo régimen de vocación
totalitaria, se quiere eterno, sobre bases inmarcesibles, no en vano se han impuesto
a punta de fusil. Sin embargo, la muerte del viejo general señala el ocaso del
tiempo prebendario. Es un tiempo de salida.
La Transición, como los
mitos, es un tiempo fuera del tiempo. Y es un tiempo generacional.
Su propia denominación indica su carácter de conexión transformadora, de
periodo de alivio entre un luto y un renacer con apellidos y documentación. La
transición es una juventud que parece haber quedado a medio digerir para la
Historia, pero, ante todo, es un puro tiempo de mocedad, tiempo propio de
confusiones, de brotes y atracones, de probanza, de rapto, de excesos, de
berrea…
Uno de los grandes
placeres de La señora del jefe es, justamente, ver cómo, a medida que
avanza una historia que nadie intuía, una historia de imposible previsión en la
lectura de sus primeros capítulos, la trama en torno al deseo, el sexo y el
desastre se van tejiendo con un encadenamiento que arrastra al lector a una
lectura voraz, en la que irrumpe el humor descarnado y el toque sicalíptico que
demanda continuar febrilmente con la lectura para saber más de las agitaciones
de Felipe, de las maldades de Sérvula y Servanda, de las aflicciones de doña Milagros.
Doña Milagros… Ha nacido un mito erótico. Una rotundidad castellana. Un sueño
para manoplistas del que no puedo decir nada, pues a la novela me remito y
habrán de acudir a ella.
Muchas gracias
[Fotografía: Tomás Alonso. Fuente: