DIARIO DE BURGOS, 18/04/2020. Contraportada
La corte apesta. Tras las pelucas y casacas de
seda, tras los polvos de arroz y los falsos lunares, hay voracidad y lascivia,
desorden, egolatría, miseria y avidez. El trono se sostiene por las regalías a
sus pares nobiliarios, reteniendo lo más para sí: privilegios a mansalva,
ordeño de los de abajo. Los consejeros áulicos, tantos de ellos tonsurados, han
construido la legitimidad regia como emulación de la divina, un favor de ida y
vuelta: un rey-dios que gobierna, con sus increados de idéntica naturaleza —serafines,
querubines, tronos, arcángeles, etc., la sangre azul—, descansados en
los altos funcionarios de su administración —santos, beatos, vírgenes,
mártires, confesores…—, sobre un pueblo llano, los justos, que pagan y penan
—suyo es el dolor, el trabajo y el purgatorio—. Así se ha mantenido durante
siglos un sistema de fe y explotación, de mezcla de poderes y leyendas: la
monarquía absoluta.
Con la llegada de las revoluciones burguesas del
siglo XIX se quiso convertir a muchos de estos monarcas en supuestos reyes-funcionarios,
las famosas monarquías constitucionales, que tantos quebraderos de cabeza
trajeron a las viejas casas reinantes. La soberanía nacional, la separación de
poderes, la transformación de los súbditos en ciudadanos… Los reyes iniciaron
su decadencia. Algunos ya habían perdido la cabeza, otros los tronos, y no era
cosa de quedar desguarnecidos. Y ahí entraron a saco los borbones, con la reina
Mª Cristina y su segundo marido (morganático) Fernando Muñoz, como grandes
emprendedores. Vaciaron el tesoro, el bolsillo secreto de la reina Isabel
II, y fundaron empresas que engordaron con tremendas comisiones de obras
públicas de puertos, ferrocarriles y abastecimientos. Un escándalo real.
La actuación de Juan Carlos I ha sido de manual en
cuanto a la rijosidad y munificencia para sí. El rey Felipe VI, seguramente más
serio que su padre, ha tardado más de un año en actuar públicamente tras saber
que era beneficiario de las cuentas secretas ahora conocidas. Que le quite las
miguitas de la asignación real es un gesto respetable, sí, como el que hizo
Isabel II con su madre, pero también revela lo contradictorio que resulta tener
a estos funcionarios de cuna al frente de sistemas democráticos. Supimos de
Urdangarín, discípulo avezado, y ahora amenaza riada de datos nada ejemplares. Delenda
est monarchia, que dijo Ortega.