No es lo mismo, sin embargo, celebrar una gesta o
un personaje que un bien patrimonial. Felipe González conmemoró a bombo y
platillo a Carlos III y su reformismo ilustrado como legitimación del cambio
que alcanzaría el país con la convergencia europea. Aznar, en su propio
beneficio, lo hizo con Felipe II, el rey-funcionario que tan bien se ajustaba a
la grisura distante del presidente. También creó la Sociedad Estatal de
Conmemoraciones Culturales consiguiendo relacionar su política con ciertos
tópicos conservadores de la historia de España, como Isabel la católica.
Pero el patrimonio tiene un problema: los procesos
de democratización de los bienes culturales y, sobre todo, el reconocimiento
del bien patrimonial —tomemos la catedral— como símbolo de identidad colectiva,
hace que los significados atribuidos sean poco controlables. Las élites podrán
decir lo que quieran sobre el significado de la catedral —discurso encerrado en
su propio circuito, casi con valor de cultura de clase—, sin embargo, el común
de la población siente la catedral, por encima de todo, como símbolo
excepcional de su identidad burgalesa —y no de ser católicos—.
El conflicto de las puertas de la catedral es un
ejemplo palmario de contestación popular a lo que ha sido interpretado como
intento de apropiación patrimonial. Las firmas en contra, más de 63.000, poco
tienen que ver con el diseño de Antonio López —habrá a quien le guste más o
menos— o los exabruptos desnortados de Juan Vallejo. El fondo popular es otro,
y lo describió perfectamente la pancarta colgada frente al templo que decía
“Puertas nuevas no. La catedral es de todos”.