DIARIO DE BURGOS, 24/06/2020. Contraportada.
A mucha gente le cuesta comprender que la historia
no es pasado amortizado, superado, intocable. Porque la historia cambia
constantemente… a partir de su mejor conocimiento, de su investigación. La historia
no es un trágala con el que debamos acomodarnos. Hechos y vidas de otras épocas
respondieron a sus contextos, sí, pero su conocimiento e interpretación no
supone que debamos aceptarlos sin más.
Las revueltas antirracistas de EE.UU. muestran
cómo los mitos hollywoodienses de libertad, justicia y éxito son un opiáceo con
el que disfrazar el profundo racismo y desigualdad en que se asienta la
sociedad norteamericana. No son sucesos que podamos mirar ajenamente porque también
tenemos graves problemas de racismo y explotación; pero, además, la cuestión
nos afecta porque las bases históricas que originaron la esclavitud americana forman,
ineludiblemente, parte de nuestro propio pasado.
La reacción iconoclasta contra las estatuas de
personajes históricos implicados en el negocio de la esclavitud y la segregación
racial nace de la necesidad de borrar el discurso blando que, so capa de que responden
a otra época, otorga lugares de honor en el callejero, en el centro de plazas y
jardines, en pórticos de museos a quienes hicieron de la explotación humana su modus
vivendi o la propiciaron. ¿Debemos honrar públicamente hoy —eso es una
estatua o una denominación callejera— a quienes contribuyeron a terribles
genocidios y crímenes sin fin contra los Derechos Humanos? ¿Qué tipo de mensaje
envían tales distinciones a cada nueva generación que vive en esos espacios en
los que se sigue practicando el racismo y la discriminación? La indignación que
a algunos les entra con tales renovaciones discursivas —y pérdida de estatuas—
suele ser directamente proporcional a su ignorancia de la historia, de la que
apenas conocen poco más que las manipuladas y edulcoradas versiones escolares,
para ellos, inmutables.
De la historia hecha por historiadores rigurosos,
nada se borra. Quien quiera saber de Theodor Roosevelt o del Marqués de
Comillas, solo tiene que abrir un buen libro. Pero exaltar en el tapiz urbano hechos
y personajes ominosos del pasado, es una vergüenza ética. Saber de historia
supone aprender también de su fealdad y tener un discurso crítico sobre el
pasado. Mirar la estatua de un prócer altivo e intimidante, esclavista…, sin
otro contexto, no aporta conocimiento, al menos que interese.