DIARIO DE BURGOS. 24/01/2023. Página 5.
Con poco
esfuerzo recordaba a su madre a gritos con la modista, que no acababa de
rematar el traje de guardiamarina como lucía en la foto Alfredo Landa. Su padre
consiguió por los pelos un hueco escaso en el Miraflores, pero sobraban la
prima Alfonsita y otras beatas familiares. Los chavales discutían si les iba a
caer un reloj con iluminación de tritio o la GAC con faro en el manillar... Pero
lo que de verdad preocupaba a Manuel era aquello de recibir a Dios. Uno no se desayuna a Cristo y queda como si nada. Dios
debía ser algo radiactivo, potente, indescriptible.
Preparó
concienzudamente su primera confesión. Aquel rito iniciático ya le despertó
dudas. ¿No sabía Dios todo? ¿A qué aquella malsana búsqueda de sus flaquezas,
aquel afán por la autohumillación? Si alguno de sus compañeros se hubiera
atrevido a acusarle de la ínfima parte de lo iba a decir al cura, le habría
partido las narices.
Llegada la
fecha, Manuel se acercó tenso a comulgar. Extendió la lengua ─que aquel día se
había cepillado con ganas─, y espero que le atravesara el rayo de luz cósmica,
que una voz profunda le hablara… Pero no. Confuso, se giró para volver al banco
con la hostia pegada al paladar. No podía utilizar el dedo y le pareció que
hacía algo incorrecto al usar la lengua. Cerró intensamente los ojos. Nada. Algo
estaba mal. Preocupadísimo, decidió callar aquel fracaso. ¿Habría olvidado
algún pecado mortal? Una tía lejana le regaló un diario con un boli Parker y le
obligó a estrenarlo en aquel momento. “Hoy es el día más importante de mi vida
porque he recibido a Jesús”, escribió delante de todos. Se sintió falso y
mentiroso.
Días después, Manuel
volvió al confesionario del padre Gallardo y se autoametralló con acusaciones
imprecisas y desconocidas. Daría con el problema. Sin embargo, el carácter
contable del confesor ─cómo, cuántas veces, dónde, pensamientos…─, lo emponzoñó
todo. Ignoraba de qué hablaba ─¡ocho años!─ y, a la vez, debía mentir para
obtener la absolución...