Qué sonrisa habría arrancado a Washington Irving, postrer
autor de los Cuentos de la Alhambra, saber que Sleepy Hollow, el
jinete sin cabeza salido de su pluma en 1820, andaría dos siglos después por el
Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León. Una broma del destino llena
de verbosidad.
Las declaraciones del presidente del TSJ en la 8
de TVCyL —“la democracia de un país se pone en solfa desde que el Partido
Comunista, que es al que pertenece este señor (Iglesias), forma parte del
Gobierno”— revelaron su ultraica concepción de nuestro sistema, su desprecio
por el gobierno elegido en el Parlamento y su opinión del vicepresidente 2º. Además,
hicieron buena la afirmación de Pablo Iglesias sobre la falta de normalidad
democrática de España. No parece haber sido un lapsus, sino contumaz
reincidencia. El presidente del Consejo General del Poder Judicial ya le
reconvino en mayo del 2020 cuando Concepción acusó al gobierno de implantar el
estado de alarma para “fines distintos a salvar a la población de la crisis del
coronavirus”. No le puso verde porque de ese color ya se había vestido él
solito, pero sí le recordó Lesmes que por mucha libertad de opinión que exista
—que ya hemos visto que no es tanta—, hay unos límites para los miembros del
poder judicial destinados a preservar su imparcialidad y autoridad como jueces.
En 2019, Concepción se pronunció públicamente en contra de la exhumación del
dictador Franco y la vigente Ley de Memoria Histórica, que calificó como
“perversa”.
Hay quien relaciona esta logorrea con el hecho de
finalizar su mandato al frente del TSJ y sin posibilidades de alcanzar plaza de
magistrado en el Supremo. Sus excesos orales —tan de mal gusto como los tuits y
raps de Pablo Hasél, lo que, sin embargo, no debería entenderse delito—, estarían
destinados a explicitar su disponibilidad política, aun cuando con ello
incumpla con los más básicos principios de su cargo. He aquí un presidente de
un Tribunal Superior irrespetando la separación de poderes y, por ende, a la
propia Constitución.