Los sistemas políticos pretenden modelos estables, seguros, antes que irrupciones de nuevas formaciones de resultados inciertos, cuando no arriesgados. El problema es que la pretendida estabilidad de los partidos asentados tiende a la institucionalización servil, a la irrelevancia ideológica y a una acomodación al poder proclive a la corrupción. Y así es cómo las grandes agrupaciones se convierten en máquinas de colocación de una militancia descualificada, que repite lemas huecos como mantras, con el fin primordial de exprimir las posibilidades del cargo… El partido pierde su valor instrumental como transformador de la sociedad para volverse en motivación única: el poder para sí mismo. Llegamos a la paradoja del sistema: la frustración y el descontento que generan las grandes estructuras partidistas resultan ser el mejor acicate para la irrupción de alternativas políticas.
Inaugurada la competencia dentro del propio
espacio ideológico, resulta sorprendente la escasa autocrítica y reflexión que
se observa en los partidos tradicionales. La única razón que se me alcanza es
la convicción de mediocridad que invade todo el sistema. En la discusión internacional
sobre el valor de la meritocracia —la elección de uno es el rechazo de muchos—,
la lógica social acaba exigiendo un equilibrio entre las capacidades y
posibilidades: reducir el puro elitismo y facilitar oportunidades a aquellos
valiosos que no gozaron de opciones de partida. ¿Sucede así en los partidos
españoles? La supuesta defensa del mérito justo —entendido como trabajo duro y
honesto—, no se cumple y los partidos aúpan a gentes ofensivamente vulgares
cuando no tramposos en la adquisición de los mínimos títulos universitarios —no
entremos en la cuestión de experiencia laboral—. A partir de esta cruda
realidad, los ciudadanos nos topamos con un insultante bombardeo cotidiano de estupideces,
de corruptelas para premiar a los benefactores del líder, a guerras cainitas de
egos bochornosos, a poderosos y manipuladores jefes de gabinete fuera de todo
control. El espectáculo entre Casado y Ayuso es el mejor ejemplo de las malas
elecciones y del poder indebido de la sombra ayusista. El beneficiado,
inevitablemente, es el partido-alternativa, la extrema derecha, que, además,
consigue radicalizar a las viejas siglas.