28/12/2023
La película-entrevista de Évole es un documento de primer orden
por lo que cuenta, por cómo lo hace, por la paulatina transformación del etarra
ante la cámara, por el crecimiento casi apocado de un relato de dignidades ─las
de las víctimas─ que acaba siendo poderoso, mientras la figura de quien buscaba
reivindicarse de manera heroica cae finalmente hecha añicos.
Que Urrutikoetxea haya concedido esta entrevista, supone un punto
de ingenuidad y varios más de soberbia; sobre todo, de desconexión con la
realidad. El vizcaíno cree tener una verdad refulgente, y que va a marcar él el
tono y ritmo de la entrevista (¡!). Pronto se percibe su disgusto, aquello no
se ajusta a lo que esperaba. En su mundo-burbuja, él es un ser mitológico, un
híbrido entre gudari y Prometeo… Poco a poco, se van desvelando las costuras y
remiendos. No es tonto, pero tampoco brillante. Es un hombre (fanático)
superado por el tiempo. Un resto. A lo sumo, un rescoldo. La conversación entre
él y Évole rara vez está plenamente conectada. Lo suyo es la dialéctica, es un marxista-leninista
de 1970 hablando con un periodista del siglo XXI. La disciplina de su lenguaje
es la de su pensamiento: repleto de límites, de fraseología, catecismo, vacíos…
Poco a poco surgen profundas
incomodidades, incoherencias graves que Ternera parece no concebir, pero que brotan
de sus propias palabras, como cuando se le plantea el conflicto comparativo
entre los terrorismos. Matar no está bien, dice, pero es menos malo hacerlo por
Euskalerría que por el Islam...
Antes de metamorfosear sus deseos en frustraciones, Urrutikoetxea
explica solícito sus humildes orígenes. Viene del campo, lo que es tanto una
credencial de pureza, como de cerrazón espiritual ─así lo declara─. Creer a
machamartillo, creer por tradición, creer sin fisuras. Lo explica para justificar
su tiempo de catolicismo: procede de un mundo muy conservador, donde la
creencia se impone. Luego querrá presentarse como carbonario, pero ya nos ha
dejado claro que lo suyo no pasa de carbonero fideísta. Su lucha, en el fondo, también
tiene algo de rechazo de sí: la fórmula Joseba no oculta qué implicaba ser
llamado José Antonio en 1950. Así, entre silencios e impostaciones, se entrevé
la rebelión adolescente a la vieja autoridad, el abrazo al marxismo como vía de
liberación primero personal, luego del sueño colectivo. Inevitablemente, aunque
tampoco se diga, aquello tiene algo de época: sustituir la tradición por un
politburó.
Don Julio Caro Baroja explicaba que Euskadi era un término filológicamente
mal construido por Sabino Arana. Este, que quería referirse a la tierra de los
euskaros, acabó acuñando algo así como la huerta de aquellos. Urrutikoetxea también
traslada esa mala construcción, la contradicción absoluta de mezclar un mensaje
de liberación proletaria de fundamento internacionalista con el esencialismo
aranista que hacía al vasco un nuevo buen salvaje carne de un etnonacionalismo
particularista ─mejor digamos racista: la pretendida pureza étnica euskara─.
Esa construcción, que también es una aberración, da pie a una concepción
albanesa, marciana, deshumanizada.
Uno de los grandes efectos de esta cinta es la desarticulación del
mito posible. Es doblemente oportuna no solo por el tiempo transcurrido desde
la rendición y desaparición de ETA, sino porque los procesos de distanciamiento
tienden a la nostalgia y exaltación. En el País Vasco es tan necesario pasar
página mientras se abrazan los mecanismos democráticos ─la evolución, con sus
conflictos, que muestra EH Bildu─, como dejar algunas cosas bien asentadas
sobre el pasado reciente: la dictadura totalitaria que supuso el terrorismo etarra
renovó la deshumanización del maketo, construyó una cosificación del no-vasco
sumando a la vieja mixtura de racismo y clasismo la política “de liberación
nacional”. El fanatismo acabó también con el apartamiento del que era percibido
como tibio apocalíptico: aquel que no abrazaba los postulados etarras, o no
pagaba el impuesto revolucionario, aquel que reclamaba su libertad, no ser
artalde, rebaño.
La larga y sangrienta existencia de ETA también fue una crisis de
pensamiento y ética ─de ida y vuelta, de ellos y de la lucha contra ellos─.
También Adorno, Horkheimer y Benjamin son aplicables a ETA y su entorno. En la
película, hay destellos de inseguridad en Urrutikoetxea ante algunas de las
cuestiones que Jordi Évole le reclama, pero aquél no cede, no se lo concede a
sí mismo, y menos al espectador: no puede aceptar el sinsentido de su lucha, la
maldad protagonizada, no entiende el dolor creado, no asume el absoluto vaciado
ético que supuso la violencia etarra, la imposición del terror en su propia
sociedad y no solo entre los enemigos de su Euskalerría. Otra vez: es un believer,
un fanático, un sujeto que se quiere marmóreo porque así se lo reclaman los
suyos. Y así, los momentos de conversación sobre Yoyes se vuelven impagables…
El documental evita el trazo grueso. Muestra al etarra con su
pretensión de dignidad, vestido con una americana azul y camisa blanca como si
se tratara de un conferenciante o un escritor que viene a presentar su último
libro. Évole no ignora el conflicto de la propuesta, la demanda de los
exaltados del otro lado que quisieran un espectáculo de circo antiguo: la
caseta de la fiera enjaulada a la que poder martirizar con palos y alaridos.
Una vez más, los fanatismos arrastran la razón y la oportunidad. La
inteligencia del periodista contrasta con la cortedad de aquellos que se han
opuesto incomprensiblemente a la exhibición de la película en el festival de
San Sebastián. Una vuelta más al juego manipulador de las cosas desde el
favorecimiento de la ignorancia y las trincheras inútiles, particularmente
entre quienes se niegan a reconocer la desaparición de ETA por pura
conveniencia política. Asumido el peaje al ultramontanismo, resulta desolador
ver entre los firmantes del manifiesto que, según ellos, denuncia que la cinta
contribuye al blanqueamiento de ETA, a Fernando Aramburu. Inexplicable. A todas
luces, un peaje político-editorial, que es lo que, al parecer, tiene vender el
alma por un gran contrato. Todo un borrón a quien enarboló con tanta lucidez la
bandera de la dignidad y la ética con Patria. Esto también es realidad.
Sin embargo, el monstruo, a pesar de la chaqueta, está. Su
desvelamiento es lento, no procaz. Hasta él lo nota. Aquello no es lo que
Urrutikoetxea quería ─no en vano, habrá contestación a este documental
con otro de la parroquia para un imposible contrarresto, lo que no puede ser
ya─. Ni Urrutikoetxea consigue desembarazarse de Josu Ternera, ni construir
nada propio que le dignifique. Su país de Jauja no emerge, solo lo hace el
horror, la intolerancia, la incoherencia, la crueldad, el fanatismo.
La película, en definitiva, es una inteligente llamada a la
concordia, a evitar otro cierre en falso del pasado, a evitar no llamar las
cosas por su nombre. No hay blanqueamiento, solo restaura a las víctimas, tan
maltratadas, tan manipuladas. Quienes se opusieron a la cinta sin haberla visto
han aplicado la misma intransigencia que No me llame Ternera viene a
combatir. Ellos mismos se han autorretratado como una clerigalla histriónica. Pretenden
ser una conciencia moral, pero lo que son es otro lastre para las víctimas y
para toda la sociedad.