Al alba no hubo fresca que aliviara el bochorno.
Las ovejas se apretaban unas a otras, nerviosas, venga a balar. No hacía mucho
que las había esquilado y sus cuerpos limpios aún lucían los rastros del recorte.
Así peladas tenían más cara de niñas. Estaban hambrientas y se lo hacían saber.
Encendió la radio. Las noticias sobre el incendio
eran malas. La sequedad extrema, la maleza abandonada, aquellos calores…
Cualquier cosa podía prender aquella yesca que, sin embargo, su rebaño ayudaba
a controlar. A nadie extrañó que con los estallidos de rayos secos el monte
ardiera.
Manténganse en sus casas pendientes de los avisos
de las autoridades, la situación es de riesgo extremo.
Quedó toda la mañana quieto entre el ganado y los
perros. Echó a las ovejas los restos de unas pacas de alfalfa pajiza y unos
puñados de pienso con los que engañar aquellos estómagos. A medio día los bichos
ya proferían baladros. Rediós, tenían que pastar. Nada tenía almacenado a
comienzos del verano… Había que salir a que se alimentaran y bebieran en el
arroyo.
Oteó el horizonte. Seguramente podría bajar por Los
Linares, aprovechar las últimas rastrojeras, pasar por El Carrizal y llegar a
Los Pozones, que es todo ello zona menos seca. El berrido del carnero acalló
sus últimas dudas. Llenó el botellón de agua, se cruzó el morral y agarrando la
cayada abrió la portilla. Al pasar por la fuente mojó el pañuelo y lo atrampó
con la gorra para proteger la nuca de aquella inmisericorde canícula. Ver andar
a los animales le sosegó el corazón. El viento…, no tanto.