11/7/23

AQUEL LIBRO...

IGNACIO FERNÁNDEZ DE MATA
DIARIO DE BURGOS, 11/07/2023. Página 5.

 Recuerdo a mi madre volviendo de una charla de aquellas que los jesuitas llamaban Escuela de padres. Fue directa al salón y cogió el volumen de Los tres mosqueteros (Lorenzana, 1968). “Este libro es peligroso para tu edad”, dijo, y subiéndose a una silla lo aparcó en el estante más alto. Obviamente, con todos dormidos, di cambiazo al volumen y comencé a leerlo a escondidas. Fueron las noches más emocionantes y excitadas de mi infancia, que apuntaba pubertad, allá por 1979.

En el verano de 1982, en la penumbra de mi cuarto/refugio, leí extasiado la primera edición de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (Anagrama, pastas amarillas). Tenía quince años y no daba crédito a aquella historia del alterado Ignatius Reilly, un tipo sucio, gordo y dejado, masturbador compulsivo que a la vez era un observador lleno de ingenio dedicado a denunciar la necedad abundosa que le rodeaba. Conocer aquel antihéroe entre rabelaisiano y cervantino (imposibles calificativos por aquel entonces), cambió mi vida.

Era julio de 1990 cuando, sentado en un ventanal que daba al mar de la antigua Universidad Pontificia de Comillas, leía con profusión La saga/fuga de JB (Círculo de Lectores, 1988). Jamás podré olvidar aquella tarde en la que una húmeda brisa desordenaba mi pelo y las vidas de los JB y demás ingenios del Casino de Castroforte del Baralla. Allí mismo, me prometí comer, cual comunión sagrada, la horrenda lamprea, lo que pude cumplir más de treinta años después.

En una residencia universitaria de Wisconsin, en 2003, leí aceradamente El Quijote (edición crítica de Francisco Rico, 1998). Una tarea entre vespertina y nocturna en la que se me iban las soledades y la sonrisa, en la edad en que uno debe leer las cosas valiosas (subrayando, como dios manda) y dejarse de adaptaciones simplonas. La segunda parte fue una revelación y me sentí unas veces tan Quijote como Sancho otras, cobrando conciencia de cuán pocos hombres buenos senderean por el mundo frente a tantísimo hideputa suelto.

Podría llenar páginas enteras de veranos y otras tardes de libros que eslabonan momentos de felicidad plena de mi vida (es mi gran tesoro, Jim). Temo, sin embargo, que según va la estupidez política, lo de Bradbury deje de ser ficción y tengamos que memorizar los libros prohibidos por incendiarios como Abascal o el alcalde de Briviesca. Vivir para v(le)er.


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