DIARIO DE BURGOS, 11/07/2023. Página 5.
En el verano
de 1982, en la penumbra de mi cuarto/refugio, leí extasiado la primera edición
de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (Anagrama, pastas
amarillas). Tenía quince años y no daba crédito a aquella historia del alterado
Ignatius Reilly, un tipo sucio, gordo y dejado, masturbador compulsivo que a la
vez era un observador lleno de ingenio dedicado a denunciar la necedad abundosa
que le rodeaba. Conocer aquel antihéroe entre rabelaisiano y cervantino (imposibles
calificativos por aquel entonces), cambió mi vida.
Era julio de
1990 cuando, sentado en un ventanal que daba al mar de la antigua Universidad
Pontificia de Comillas, leía con profusión La saga/fuga de JB (Círculo
de Lectores, 1988). Jamás podré olvidar aquella tarde en la que una húmeda brisa
desordenaba mi pelo y las vidas de los JB y demás ingenios del Casino de Castroforte
del Baralla. Allí mismo, me prometí comer, cual comunión sagrada, la horrenda
lamprea, lo que pude cumplir más de treinta años después.
En una
residencia universitaria de Wisconsin, en 2003, leí aceradamente El Quijote
(edición crítica de Francisco Rico, 1998). Una tarea entre vespertina y
nocturna en la que se me iban las soledades y la sonrisa, en la edad en que uno
debe leer las cosas valiosas (subrayando, como dios manda) y dejarse de
adaptaciones simplonas. La segunda parte fue una revelación y me sentí unas
veces tan Quijote como Sancho otras, cobrando conciencia de cuán pocos hombres
buenos senderean por el mundo frente a tantísimo hideputa suelto.
Podría llenar
páginas enteras de veranos y otras tardes de libros que eslabonan momentos de
felicidad plena de mi vida (es mi gran tesoro, Jim). Temo, sin embargo, que según
va la estupidez política, lo de Bradbury deje de ser ficción y tengamos que
memorizar los libros prohibidos por incendiarios como Abascal o el alcalde de
Briviesca. Vivir para v(le)er.
No hay comentarios:
Publicar un comentario